«Tres en uno», en el Ateneo Libertario Al Margen, 16 octubre 2021

LAS PREGUNTAS TERRIBLES
Enrique Falcón
Prólogo a
«El silencio de los corderos», de Fermín Alegre
(Cuadernos de la Visión núm 107;
ediciones Babilonia, otoño de 2021)
—————————————————-
Volver a contemplar, con detenimiento, todos estos cuadros (aunque ahora sea en esta magnífica reproducción sobre papel) vuelve hoy a hacerme las preguntas que otras veces ya despertó en mí la confrontación en vivo de los lienzos pintados por Fermín Alegre, los pintados por F. Reyes Alegre o por Fermino Giocondo, esos dos hijos nacidos de la creatividad y de la intuición imaginativa. Y si ahora me pidierais condensar todas esas preguntas en una sola, precariamente sería así: sobre qué lugar exacto la belleza del arte puede poner un pie por encima de lo inadmisible, y de qué modo volverse inhabitable… O también (si preferís): si desprovistos ya de ella, para qué hemos quedado nosotros tan severamente advertidos.
En el otoño de 2020, tras manifestarle a Fermín la conmoción que supuso para mí la primera contemplación de “La joven de la peca” (un maravilloso cuadro que más adelante veréis aquí reproducido), su autor me contó que esa joven bien pudiera ser una ciudadana de la Sílithus futura. De ser así, la joven del retrato sería una de aquellas crías, de cabello rastrillado y radiocórtex en la piel, que son interceptadas por los rastreadores del Estado para (en un nada lejano futuro, o tal vez en un poco advertido presente) encararlas frente a una pared y hacerles, como hoy a casi todos/as de nosotros/as, las Preguntas Terribles.
Precisamente desde el lado más inquietante de esa vocación suya por devolver Preguntas, y alejándose de los artistas que carecen de un cuerpo, hay que recordar que la obra de Fermín Alegre es materialmente física, tanto en su ejecución como en su posterior socialización. Así, si la mayor parte de su poesía es accesible mediante la práctica táctil de los libros-objeto, también buena parte de su más reciente obra plástica muestra una trimensionalidad que, por razones obvias, este volumen no puede apenas recoger. Pinturas aparentemente bidimensionales como la “Matrioshka”, “El caballero de la mano en el móvil” o la misma “Joven de la peca” profundizan sus ya de por sí complejos matices por medio de continuidades y trampantojos que permanecen ocultos (según qué cuadros) tras marcos deslizados, fondos imperceptibles, interruptores de luz, lentes de aumento o mirillas practicadas sobre la superficie misma del lienzo. No revelaré aquí lo que allí se muestra escondido, con el fin de no robaros sorpresas el día que tengáis la oportunidad de enfrentaros (presencialmente y en vivo) ante algunos de esos cuadros.
Sea cual sea el caso, solo quiero destacar cómo buena parte de la obra de este autor somete, desde su misma corporalidad comunicativa (y para quien la contempla, la inspecciona o la lee), a una interpeladora conmoción tras la cual son más necesarias que nunca la propia reflexión, la palabra en diálogo y la práctica edificante de una radical asamblea. También en ese mismo sentido, esta manera de entender el arte (o al menos, la magia que Fermín Alegre prefiere ofrecernos) retoma aquella concepción epicúrea de que lo artístico corpóreo, lejos de ser una tumba que se clausura en silencio, es fuente de vida para construir solidaridad o para repensar sobre qué cimientos hemos ido levantando nuestras vidas y nuestras sociedades. Aunque en ocasiones es desconcertantemente autoirónica, creo adivinar, en la mirada con que nos fusila el hombre de su “Autorretrato”, la presencia de esas Preguntas con que aquí nos descubrimos retados. Y creo que es la misma mirada, la de su mismísimo hijo, la que colma de interrogaciones ese cuadro definitivo que es el “Prometeo encadenado”.
Dejo para los Entendidos en Arte profundizar mejor en el fecundo diálogo que los lienzos de Alegre mantienen con algunas de nuestras tradiciones estéticas. Apenas señalaré en estas palabras previas que las playas de Sorolla por fin se completan ahora con los cuerpos de los inmigrantes ahogados en el Mediterráneo (“Repintando a Sorolla”); que la sonrisa de la Gioconda se nos vuelve más fácilmente explicable cuando la comprendemos como resultado de los algoritmos de un software diseñado para autorreplicarse y multiplicarnos (“La Alegre”); que el origen del mundo según Courbet ahora ya no desdeña lo que también tiene de insectil o de violenta competición ancestral (“La berrea”); que la cristología plástica de estos dos últimos milenios se encarna también en el cadáver de Carlo Giuliani tendido sobre las calles de Génova durante la Contracumbre del G8 (“El guerrero genovés”), pero también en los cadáveres de julio del 36 de los que da testimonio, pietà incluida, “La línea de la sangre”; o que el caballero pintado por El Greco ahora cifraría la totalidad de su supuesta dignidad personal en ese gesto de posar la mano sobre un esclavizante dosificador de dopamina (“El caballero de la mano en el móvil”).
“La pintura es un arma”, en efecto: así se titula, en el origen mismo del taller de trabajo, una de estas pinturas. Seguramente sería el subtexto de todas ellas (no sabemos si también “cargándose de futuro”), pero de lo que no cabe duda es la misma vocación de denuncia con que hoy se levanta la obra (y no solo la plástica) de Fermín Alegre, siempre dispuesta a morder la mano intocable del Amo. Y es que, expuestos a lo que estos cuadros claman en la mitad del desierto de lo real, aquí se nos devuelven (espejo de la vida y de ese desierto) nuestras complicidades cotidianas al nadar en favor de la corriente, nuestras denigrantes felaciones tecnológicas y comuniones de a diario, nuestra esencia de ser meros súbditos, la tartamuda pixelización de nuestra propia existencia, esa antítesis de la libertad que en un poema de Fermín ya se hizo corresponder con el miedo, nuestras demasiado frecuentes pasividades delante del crimen, o la razón misma que respira bajo la Pregunta Quizá Más Terrible De Todas: a quién estamos ofreciendo, en pago o en prenda, la vida de nuestros hijos.
No está de más aquí recordar que, en una serie de piezas del trabajo más reciente de Fermín Reyes Alegre, miembros de la primera familia del Reino de España (espero que esta expresión os resulte tan absurda de leer, como a mí de escribirla) van señoreando sus miradas por encima de un rebaño conducido a la esquila o de un ganado destinado al espectáculo más sangrante de nuestro sacrificio colectivo… En “Caja Negra” (la última entrega de la poesía de Alegre tiene forma de eso, de caja oscura lacrada) su autor confiesa que “no me gusta lo que veo / pero no quiero estar ciego”. Creo que lo que él confiesa es lo que ahora, vosotros/as, vais a experimentar.
Por la parte que a mí me toca, os confieso la dificultad que tengo (mientras escribo precisamente estas líneas) a la hora de describiros el placer y la sabiduría que suelo experimentar en los sabrosos diálogos que tengo la suerte de mantener con Fermín, quizá en torno a la desvencijada mesa que preside la sala del Ateneo Libertario de nuestra ciudad, quizá sentados los dos en mitad de su taller de trabajo, allá en Burjassot. En esos encuentros Fermín me habla de verdad, de belleza, de la sinceridad de lo que otros llaman pintura o poesía, del poder de desvelamiento que puede tener la magia del arte… y del fondo de sencillez y valentía que podría hacer verdaderamente habitables cada una de nuestras vidas.
Recuerdo que durante uno de esos encuentros Fermín me hizo ver (¡por primera vez en mi vida alguien me ayudó por fin a hacerlo!) el profundo sentido que tiene, en los espacios sociales de quien vive en los márgenes, el hecho de pintar el pan. En concreto, pintar el pan sobrante, el pan ya empezado (ese es el significado sagrado que a la palabra “mendrugo” –“matrûq”– le da la lengua árabe). El filósofo Ramón Andrés ya nos lo había advertido desde alguna de sus más deslumbrantes páginas, pero ahora era Fermín quien me lo iba mostrando mientras hablaba ante bodegones como los que aquí veréis reproducidos bajo los títulos de “Pan del día” o “El trajón”: que en los rincones de las casas donde la pobreza duele, pintar el pan (tal vez acompañado con los restos de un queso) es, si bien la denuncia muda de la falta de hogaza, también la promesa de lo esencialmente básico que deberíamos entre todos compartir. De otra cosa quizá no hable el arte que hoy necesitamos.
En el pliego que presentaba “Híbridos” (aquel conjunto de ilustraciones y textos que hace unos años Fermín nos entregó a cincuenta de nosotros/as, con cubiertas de madera que Paqui y él ataron con cintas a rojo y a negro, esos colores sagrados) Fermín ya se preguntaba si somos personas que aplastadas por la rutina devienen en cosas, o tal vez cosas que de tanto quererlas se nos dibujan como personas. Y en una jugosa reflexión que compartió no hace mucho con quienes leemos la revista “Al Margen” (del Ateneo Libertario del mismo nombre), escribía: “El fin de todo arte es acabar con ese frío que agarrota la existencia de la condición humana, y qué mejor para ello que encender una hoguera con la leña que da una obra irreverente”.
Por eso en este volumen que ahora tenéis entre manos existe la esperanza de poder volver a un hogar con leña ya colmada y pan caliente sobre la mesa, a la vida buena de lo sencillo, de lo que es radicalmente justo y auténtico. Porque también nosotros/as, y casi pese a todo lo anterior, quizá a un solo paso más allá de toda Pregunta Terrible, también habitamos esa luz con horizonte que ya nos va pintando un inaplazable “Camino de Ítaca”: sin Chips y sin Estado.
…Y si habéis dejado de creer en esa promesa, o si habéis renunciado a vivir en esa radical posibilidad, hacedme el favor de pedirle a Fermín que, un día de otoño, se detenga y se siente con vosotros/as para contaros (en el poco a poco de un solo cigarrillo) el significado que tiene la leyenda de la primera de todas las matriushkas…
——————————————
Enrique Falcón
(València, primavera de 2021)

Gracias a las mas de 50 personas que ayer se acercaron al Ateneo Al Margen a la presentación del 3×1. Sin vosotras y vosotros todo lo que pinto y escribo carecería de sentido. Ayer sentí después de mucho tiempo que el amor y la amistad acortaban la distancia social hasta hacerla imperceptible, que cambiamos los codazos por abrazos. Lo importante no es lo que estaba colgado en las paredes, lo verdaderamente importante fueron ustedes, su presencia tan cercana a mi lado. GRACIAS.